Volvía en la noche, una niña lloraba sentada en el umbral de una casa, mirando a su hermano, que estaba recostado dentro de su cochecito. ¿Por qué llora?, me pregunte en voz alta, y a medida que me alejaba, buscaba encontrar una respuesta, pero siempre la suposición drástica de la vida, y lo irracional que resulta, una niña, a esa hora, al cuidado de su hermano y llorando por no se bien que.... Cruce la calle, me detuve, gire la cabeza y me reproche por no haberle hablado. No puedo-pude hacerlo, pero quede ahí, detenido por sobre mi jamás pasar distraído en algo. Por no hacer, quizás sea, que siento así. Sin escucharla, la escuche tanto, que su dolor se vuelve mi angustia ilógica.
Buscando encontrar, abrí un cajón repleto de cartas trazadas por una mano temblorosa... Cartas que guardo, por no poseer siquiera, la fortaleza de leer o romperlas. Ellas son. Están ahí, sin mirar, detenidas en la oscuridad de ese resplandor frió. Me dirían lo que fui, y lo que seria, ahora, en que sus ojos no me ven. Tan errada su contemplación de mí, o tan exacta esa visión, que se marcho, en su escribir lento.