Febrero 17
Escribo entre hojas dispersas sobre el escritorio que solo existe para que esas hojas estén desordenadas, con fechas y nombres. Los días, como un cronograma de condena inevitable. Las horas, fijas, anunciando nuestro estar ahí, el permanecer en ese lugar. La oficina, con sus ventanales de vidrio, que dan a un pasillo donde las personas aguardan y transcurren. El deseo asfixiado entre carpetas, en un archivo inexorable; Fotos y fichas, firmas. El sol en un calendario, mas allá, un paisaje de Portugal en un retrato y el silencio repentino, como un estruendo que aligera la lentitud, reflejo de realidad, grito que nos despierta en mitad de la madrugada. Entonces me reincorporo, busco, entre tachones, el extremo blanco de una hoja y trazo lineas, con una urgencia de vida, reducida en este espacio:
Cuando pensar duele en los ojos abiertos y aturdidos, hablar nos pesa en el ahogo que es el silencio de un universo quieto: Las manos solo abrazan la libertad que se desliza, fria y plomiza, en un pronto quebrar en la voz esta lluvia... La oscuridad se vuelve infinita en lo posible, late, desde lo profundo. Mar que nos aleja, adentrándonos. Tranquilidad alguna vez, que fue el calor. Me vuelvo débil al recordar y ya no tengo temor, ni hace frío.
Cuando pensar duele en los ojos abiertos y aturdidos, hablar nos pesa en el ahogo que es el silencio de un universo quieto: Las manos solo abrazan la libertad que se desliza, fria y plomiza, en un pronto quebrar en la voz esta lluvia... La oscuridad se vuelve infinita en lo posible, late, desde lo profundo. Mar que nos aleja, adentrándonos. Tranquilidad alguna vez, que fue el calor. Me vuelvo débil al recordar y ya no tengo temor, ni hace frío.