- No puedo responderte - pensaba, sin mirarla. En sus ojos pesaba el vacío de esa mirada esquiva. Y es que, ciertamente, no podía saber que fuerza dominaba mi conciencia, tendiendo mis pensamientos hacia el trágico e inevitable fin de todas las cosas. No se trataba de algo que podía determinar. ¿Qué tenia con la muerte?. No era una predisposición conciente que provenía de mi carácter. No la deseo pero esta, como una sombra que todo lo cubre, exacta en cuanto fatalidad, fragilidad, susurrándome a cada instante de vida, donde todo desfallece.
Entonces no la miraba. Ella sentía mis palabras como sus propias palabras que siempre había intentado sepultar con su ingenua felicidad. Una negación, sí, pero una negación noble. Un no que era un sí; Un sí al sueño, aún despertando a la realidad, un sí a la realidad, aún abandonando ese sueño.
Sus ojos me recorrían, preocupada pero sonriente. Intento tomar mi mano y el vigor de todas sus fantasías pareció dejar de vibrar, al compás de mi temblorosa mano. Y solo ahí me detuve en sus ojos. Solo ahí, el abismo, solo ahí, el vértigo que me reducía a un estremecimiento insoportable. Su expresión de alegría ahora parecía ocultarse detrás de esa ilusión que alguna vez había tenido. Y su voz volvía a ser el silencio que nos distanciaba, tan en lo próximo.
No sabia, preguntaba pero no sabia. – “Ama la vida, no pienses en la muerte” – repetía con desesperación. Y el dolor de su ausencia volvía a pesarme como su imagen imposible. Solo debía dejar de pensar en ella, centrar mi atención en el presente, ignorar el dolor que me generaba su recuerdo, para que su pálido cuerpo, fantasmagórica forma, volviera a desvanecerse.